Escribo este texto con las mismas manitas que desean reconciliarse con el piano. Unas manos torpes con las teclas del instrumento que ojalá sean más hábiles sobre el teclado del ordenador. Tiro de confianza, no sé si seré capaz de expresar lo que me gustaría escribir sobre el perdón. Tampoco sé si algún día tocaré con gracia y soltura. Confío.
Hace ya dos años visité un conocido Podcast y, aunque durante la grabación todo fue bien, cuando se anunció en redes sociales mi participación en el programa, la experiencia se transformó en algo violento y desagradable.
Recibí más insultos y amenazas que un adolescente inadaptado en el instituto. ¿Y por qué? Por criticar las leyes de autodeterminación del sexo y la visión política queer que sostiene que cualquiera puede “ser mujer” si así lo siente o desea.
El contexto social influyó. Estaba a punto de aprobarse la “Ley Trans» con la oposición de muchas feministas y se intentaba silenciar el necesario debate social. La pólvora explotó por donde pudo y la deflagración me dió en la cara, como a otras: Recibí acusaciones de transfobia y fascismo (no se trató sólo de haters en redes sociales, también me difamaron en prensa, programas de radio y revistas varias), perdí empleos y el fantasma de la cancelación se me aparecía por las noches… Mi vida personal también se vio afectada. Me volví una apestada y algunas amistades se alejaron, asustadas, por si mi “terfismo” y mi mala fama resultaban una enfermedad contagiosa.
Lo peor fue que se me quedó dentro una sensación de injusticia que me acompañó durante bastante tiempo.
¡Qué sentimiento tan horrible! Creer que estás siendo tratada injustamente se puede volver una excusa para mantenerte atada al malestar, victimizándote. No quiero decir que no haya que señalar a quien te daña, me refiero a que es perjudicial quedarse demasiado tiempo en zonas insalubres.
Mi pensamiento (de forma repetitiva, insistente, casi compulsiva) se empeñaba en recordar palabras dolorosas, desprecios disfrazados de consejos, faltas de respeto e intentos de manipulación. Mentalmente reproducía una y otra vez ese sufrimiento, como si fuera merecedora de más castigo.
No tardé mucho en observar que, por mucha razón que creyera tener, albergar resentimiento sólo me hacía daño a mí y como consecuencia, a la gente que amo y me ama. Así que, con mi deseo verdadero de liberarme de esa sensación asquerosa, comenzó mi aventura con el perdón.
Así empiezan las aventuras: con un corazón que anhela libertad.
¡Y menuda aventura!
Me ayudó mucho conversar con mi hermano sobre mi malestar. Mientras paseábamos él me hacía preguntas que desafiaban mis creencias y eso me ayudó a comprender cuestiones importantes.
Por ejemplo, entendí que existen grandes diferencias entre el perdón y la reconciliación.
Eso fue liberador. De hecho, me aventuré a perdonar cuando entendí que, para disfrutar de la paz que sigue al perdón, no tenía que reconciliarme con nadie. De ser así, ni siquiera lo hubiera intentado. ¡No estaba dispuesta a entenderme con quienes me habían tratado mal!
La reconciliación es compleja. Para reconciliarse hay que querer (o necesitar) relacionarse con quien te hirió, asumir responsabilidades, pedir o aceptar disculpas, ponerse en el lugar de los otros… Pero el perdón es mucho más sencillo. Para perdonar no necesitas a nadie. Se trata más bien de perdonarse a una misma.
La primera vez que mi hermano me dijo: «Si quieres libertad debes perdonarte por entender la situación de esta manera que te hace sufrir», me pareció insultante. Las quejas mentales y mis resistencias salían a relucir una y otra vez:
- ¿Pero por qué voy a perdonarme si yo no he hecho nada malo?
- Por albergar la culpa y la vergüenza, por permitir que la rabia haga nido en tu árbol. ¿No ves que cómo te afecta?
Con la vena del cuello hinchada a causa del mal genio, empecé a practicar el perdón por pura desesperación ¡No sabía qué otra cosa hacer para sentirme bien! Empecé sin tenerlo claro, tirando de fe. Sólo porque mi hermano nunca me ha mentido y jamás me ha aconsejado algo que él mismo no practique. Así que pensé: ¿Por qué no confío y veo a dónde me lleva esto?, ¿Qué pierdo por probar?
Según mi experiencia, practicar el perdón se parece bastante a tocar el piano. Confías en tu maestro (o maestra). Ellos son la prueba viviente y andante de que con práctica y atención un ser humano puede hacer cosas que al principio parecen difíciles o incluso imposibles.
Un maestro conoce el camino, llegó a la cima de la montaña y ahora ayuda a otros a subir. Tiene un mapa, sabe algún atajo y te da las pautas para que consigas tu objetivo de la forma más sencilla posible. Eso sí, creo que todos los maestros del mundo coincidirán en que nadie puede mejorar sin comprometerse con la práctica. Ni el mejor mapa del mundo puede evitar que te toque sudar para llegar a la meta. Lo que puede resumirse en: repite y repite y vuelve a repetir hasta que lo difícil se vuelva fácil, hasta que un grado distinto de comprensión te alcance, hasta que lo complejo se vuelva un arte.
Y al final, lo que parecía imposible se volvió una realidad.
Cada vez que el sentimiento de injusticia me zurraba como un latigazo, en lugar de sostener ese malestar dentro, confiaba en las palabras de mi hermano, dejaba lo que estuviera haciendo, cerraba los ojos, respiraba y me decía mentalmente, sintiéndolo de verdad: «me perdono por creer que las palabras de otras personas sobre mí definen quién soy», o «me perdono por creer que lo que otras piensen de mí es importante» o «me perdono por creer que soy lo que los demás opinan de mí», que son tres formas distintas de decir lo mismo, o sea, que me perdono por creer mentiras.
Así hasta que me apaciguaba. Y lo hacía cada vez que la chispa de la ira atacaba mi mente. Una y otra vez. Una y otra vez.
Repite, y repite y vuelve a repetir hasta que lo difícil se vuelva fácil, hasta que un grado distinto de comprensión te alcance, hasta que lo complejo se vuelva un arte.
Dicen que el tiempo lo cura todo, pero el tiempo no es más que la práctica que necesitas para ser capaz de redireccionar tu atención, dejar de fijarte en lo que te dolió y empezar a atender otras cosas que te interesen más.
Y gracias al auto perdón el malestar se fue diluyendo. Y desde la paz que sigue al perdón pude fijarme en otras cosas: descubrí que la ira me tenía ciega y que me había estado impidiendo apreciar la cantidad de gente que me apoyó, la enormidad del afecto que recibí, los ánimos de tantas mujeres feministas, el amor incondicional de mi familia y de un grupo de amigas y amigos que son un fortín. ¡Y le había dado a eso menos importancia de la que tiene mientras prestaba mi atención a lo que me dañaba!
También averigué que detrás de la rabia hay, sobre todo, cansancio. La rabia momentánea puede ofrecer un empuje extra para lidiar con las situaciones exigentes pero si no la transformas pronto acaba arrasándote por dentro, dejando a cambio agotamiento. Al perdonarme me encontré con mi energía intacta y disponible para mis propios proyectos (en lugar de andar desperdiciándola en vagar sin rumbo, rumiando contestaciones ficticias para las afrentas o defendiéndome de los ataques de quienes no me conocen).
Lo repito porque es importante: No se trata de perdonar a nadie. No es necesaria la reconciliación. Me ayudó mucho comprenderlo. Se trata de perdonarte a ti misma por permitirte albergar dentro ese malestar que te daña. Se trata de amarte.
Se trata de que puedas usar tu libertad de atención. La ira no te deja mirar más que a quien te hirió. ¡Ya está bien de atender a quien te hizo daño! ¡Ya basta de creer que sintiendo rencor hacia alguien, por muy justificada que creas que esa rabia esté, esa persona va a salir perjudicada! Quien se siente mal es precisamente quien no puede perdonarse.
Perdónate, no una vez sino todas las necesarias. Setenta veces siete si es preciso. Repite, y repite y vuelve a repetir hasta que lo difícil se vuelva fácil, hasta que un grado distinto de comprensión te alcance, hasta que hacer lo complejo se vuelva un arte.
Quizá al principio te cueste observar los efectos tan positivos del perdón, la libertad que te otorga no mantenerte anclada a lo que otro dijo o hizo, permitiéndote pasar página y avanzar hacia tus intereses propios.
Persiste, sister. Los beneficios son sorprendentes.
¡Yo agradezco cada día que mi hermano se atreviera a hablarme del perdón sabiendo como sabe que todo lo que suene a Iglesia me da urticaria!
Por eso me atrevo a hablar de ello, para que te beneficies tú también si quieres.
¡A ver cuándo te he mentido yo!
Y ya está. Voy a tocar el piano.